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Poesía para una sensación (Prosa poética)

Hoy me aventuro a divagar sin prisa por este mar de sensaciones que la vida ofrece. Ésta es la crónica de un niño despierto que escribe un verso por cada experiencia y devora cuentos para no dormir. Nació en la nieve y desde entonces sólo quiere crecer, crecer sin volverse loco en el intento. Aquí comienza el viaje hacia un mundo nuevo, colmado de sensaciones e historias entrañables que la gente de los pueblos detalla a poco que preguntes. Eterno viajero guiado por la musicalidad de la poesía, ensancha su espíritu con cada nueva palabra y consuma el ciclo vital como si de un precioso río se tratase. Me llaman loco del lenguaje y de la expresión sin tabues, me llaman loco quienes jamás conocieron el inmenso placer de la locura, y la cárcel impasible que supone vivir cuerdo. Adiós ignorantes adiós. Espero no volver a veros. Cogeré mi tren, emprenderé mi viaje y no vendré a buscaros. Porque mi vida sigue en algún lugar de este formidable planeta. Andaré por calles y ciudades buscando inspiración para mis textos e intentaré vivir, vivir la vida que quiera vivir porque vivir es ésto. Pero en cualquier caso, hablamos de tardes lluviosas de Otoño, gélidas noches de Invierno o Primaveras que precoces nos advierten del sol, hablamos de Poesía para una Sensación.

 

Bruno González Rubio

 

El lago de los cisnes dormidos

 

Recuerdo como si fuera hoy aquel día lluvioso de otoño. Yo, que siempre fui un niño bastante especial y romántico —en el sentido más literal de la palabra—buscaba en estos días de lluvia un hálito de esperanza y poesía, una sensación hermosa que diera un poco de color a mi vida cotidiana en el campo. De hecho, recuerdo mi infancia como la eterna búsqueda de una melodía bella, un aroma agradable o una imagen resplandeciente, la búsqueda incansable de parajes exóticos y mujeres lindas en mi casita rural de Yacuiba, en la Región de Tarija. Así pues, cada tarde salía a dar una vuelta por el espeso bosque amazónico que me envolvía y a menudo me sentaba a reflexionar bajo el penoco centenario que tanto gustaba al tío Casimiro. La verdad es que crecí en el entorno ideal para un niño: rodeado de especies exóticas y ancianos que contaban historias maravillosas mezclando la realidad con el mito popular. Un escenario sin duda atractivo y propicio para dar rienda suelta a la imaginación y soñar con el amor, la belleza y otras inquietudes etéreas. Pero esto que voy a contar no es fruto de la fantasía creo, por un tiempo lo dudé, pero a día de hoy estoy plenamente convencido de que pertenece por completo al momento más espontáneo y fortuito de mi vida. Como decía era un día de lluvia: esa llovizna sutil que me empapaba muy lentamente. Y yo, como el niño inquieto que era, me asomé al balcón para contemplar maravillado la danza de las gotas de lluvia en el cielo, que finalmente iban a morir a la tierra. Y entonces apareció ella, una niña preciosa con marcados rasgos quechuas que me miraba desde abajo como esperando una respuesta. Apenas podía abrir los ojos por el impacto de la lluvia en su rostro y vestía con numerosos harapos que no lograban disimular su indiscutible belleza.

—Hola, soy Fabio. ¿Tu cómo te llamas?—le pregunté—. Nunca te había visto
por aquí.
Ella no respondió nada. Enmudecía y me miraba fijamente como no había
dejado de hacerlo desde el momento en que la vi.
—¿Quién eres? ¿qué haces aquí en Yacuiba?—interpelé de nuevo.
Pero seguía sin soltar palabra, sonreía tímidamente y me miraba cada vez más mojada. Entonces bajé emocionado, abrí la puerta tan rápido como pude y allí estaba ella. La invité a pasar dentro y busqué entre los armarios rapa seca para
Lucía, que así se llamaba. Poco a poco conseguí arrancarle algunas palabras y nos fuimos conociendo mejor. Me dijo que era nieta de Don Facundo y Doña Nieves y que sus padres habían muerto combatiendo en el conflicto armado que se había desatado en el norte del país. Decía que un minero amigo de su papá la había traído hasta Yacuiba con sus abuelos. Tan sólo llevaba tres días en el pueblo y quería conocer el que iba ser su nuevo hogar. Lo cierto es que estaba muy afectada por la muerte de sus padres y me hablaba mucho de ellos; de lo bien que la trataban, de lo mucho de los quería,de lo que comían, del río en el que se bañaban, incluso de la ropa que llevaba puesta su mamá el último día que la vio. Tenía mucho interés por ver el río de Yacuiba y yo le dije que cuando viniera un día espléndido de sol, la llevaría. Mi intención era que su nueva vida
fuese al menos tan alegre como la mía. Para mostrarle el pueblo desde las alturas, subimos al piso de arriba y accedimos al balcón desde el cual la había visto inicialmente. Una vez allí le propuse un juego:
—Tienes que elegir un canalón y esperar a que caiga tu gota—le expliqué—. El
primero que coja veinticinco gotas, gana. ¡Ah! Y recuerda decir el número en
voz alta.
—De acuerdo—contestó ella—. Pero si te gano, tendrás que hacer todo lo que
yo te pida.
Acepté su entrañable condición y apenas pude concentrarme en capturar gotas de agua porque no podía dejar de observarla, estaba empezando a enamorarme de aquella misteriosa niña. Examinaba enardecido sus preciosos ojos negros y su carita mofletuda y carnosa de color café. Cada gesto suyo, cada palabra con esa ternura pronunciada, era para mí como un soplo de aire puro que me penetraba hasta lo más profundo del alma. Y mientras yo deliraba confuso en mis elucubraciones, ella seguía ensimismada en el dichoso jueguecito:
— ¡Espabila Fabio que te estoy ganando!— decía sin dejar de contabilizar
sus hazañas acuáticas.
Ante su advertencia, reaccioné temeroso de que sus condiciones fuesen más pícaras de lo que yo imaginaba y me incorporé de nuevo al reto, aunque ya era un poco tarde.

—¡Dieciocho!—dije.
—¡Veintiuno!— recalcó ella orgullosa.
—¡Diecinueve!
—¡Veintidós!
—¡Veinte!
—¡Veintitrés!
— ¡Veintiuno!
— ¡Veinticuatro!
— ¡Veintidós!— ¡Veinticinco y te gané!—dijo ella palpitando de júbilo.
— ¡Te gané Fabio, te gané!— repetía enloquecida abrazándose a mí con
entusiasmo. Ahora tendrás que llevarme en brazos hasta el río y
sumergirte en él hasta las rodillas.
— Pero ¿qué dices? ¿Estás loca? No ves que está lloviendo muchísimo.—
repliqué yo al escuchar su tierno y precipitado veredicto.
— ¡Me da igual! ¡Dijiste que harías lo que te pidiese!—me recriminó
exasperada.
— Bueno, está bien. Iremos al río—respondí complaciente para aplacar su
histeria.
— ¡Bieeen!—gritó ella.
Conforme la sirenita, caminé ladera abajo con ella tomada en mis frágiles brazos de niño hasta llegar empapados al río. Una vez allí, hundí mis pies en el agua como era su deseo y mirándola de nuevo pregunté adoptando un tono burlesco:
—¿Alguna cosa más señorita?
—Sí. Ahora bésame—respondió con esa risilla traviesa que sólo ella poseía.
Y la besé. Aquel fue nuestro primer beso y mi primer hormigueo en el estómago. Una experiencia inolvidable. Nos fundimos en un cálido abrazo y nos besamos apretados como dos enamorados. Apasionadamente. Como dos cisnes dormidos en un lago azul.
—Y así fue como conocí a tu madre, Julia.
—Y ¿este es el balcón donde jugabais con las gotas de agua?—curioseó mi
pequeña.
—Si, este es cariño.—respondió su madre.
—Y¿cómo nací yo, mamá?—inquirió de nuevo.
—Eso que te lo explique tu padre que fue el que puso la semilla en el hoyo.
—¿Qué hoyo?— preguntó Julia.

 

Lucia me miró, sorprendida por la pregunta de nuestra hija y tras una pausa incómoda, ambos reímos de forma distendida mientras Julia nos miraba desconcertada.

 

Bruno González Rubio

 

 

 

 

El platonismo eterno (reflexión para un público ausente)

 

Hola, queridos amigos. Mi nombre es Gustavo Adolfo Medina. Tengo 29 años, y desde pequeño siempre quise ser poeta. A día de hoy, creo que he conseguido cumplir aquel sueño, pues aunque no vivo exclusivamente de la poesía, mensualmente publico algunos versos en un periódico local y me dan algún dinerillo. Ésto y mi trabajo como profesor de Filosofía en un instituto conforman mi vida cotidiana y lo que es más importante, mi sustento diario. Hasta aquí todo parecen normal, pero sean pacientes, enseguida reconocerán lo simbólico de esta historia que me dispongo a contarles, historia que por otro lado no tiene nada de especial sino el hecho mismo de haber sido escrita por mí. En fin, resulta que el otro día, reflexionando sobre mi vida sentimental, llegué a varias conclusiones: la primera fue que todas las mujeres de las que me había enamorado a largo de mi vida tenían nombres cuya vocal inicial era la letra A. Es curioso pero todos los nombres empezaban por la letra A. ¿Quería tal vez aquella extraña coincidencia decirme algo? Nunca llegaré a saberlo. Pero lo que si les puedo decir es que esta simple coincidencia gramatical resultaba ser una cuestión baladí comparada con la segunda conclusión. Después de mucho pensar, y habiendo realizado épicos esfuerzos memorísticos, acepté la idea de haber vivido estos veintinueve años detrás de numerosos amores platónicos que nunca me correspondieron; nunca, por más que me cansara de llamar a las puertas del castillo donde vivía mi humilde princesa, nunca, por más noches que delirara persiguiendo a la musa inspiradora de mis versos por lagos azulados y bosques frondosos, nunca. Lo peor de todo es que no estaba soñando, esta vez no, realmente nunca había sentido el placer o la gratitud de besar a una bella muchacha, no conocía la sensación del fuego que otros dijeron sentir cuando acariciaron con sus labios los labios de una mujer, era incapaz de imaginar la ternura de una caricia aunque al mismo tiempo percibía que mi alma se inquietaba con este tipo de imágenes; era como “un quiero y no puedo,” una sensación extraña que me perturbaba por completo. Es cierto que había pretendido a muchas, unas muy hermosas, otras no lo eran tanto, y de hecho mis métodos para conquistarlas solían ser cartas escritas de mi puño y letra o bien poemas con los bordes del soporte quemados en los que añoraba y suplicaba el amor de la mujer amada al más puro estilo Garcilaso, pero los tiempos habían cambiado y todo ese teatro no me sirvió para nada.

Inmediatamente, corrí hasta el espejo más cercano buscando en mi aspecto físico una posible explicación; pero al comprobar que tampoco mi rostro era especialmente feo recordé aquella frase de mi abuelo que decía: los guapos y los feos encuentran una moza rápido, pero los intermedios se pasan la vida buscando, y al final nada. Y en efecto era eso: un intermedio como yo, un hombre no demasiado bello que, sin embargo, tenía buen gusto, jamás podría ser correspondido, o al menos era lo que yo pensaba en ese momento. De todas formas, nada de lo narrado anteriormente es relevante en estas circunstancias, puesto que esta conversación no tiene otro oyente o receptor que yo mismo; es decir: en todo momento me he estado dirigiendo a un público ausente.

Bruno González Rubio

 

 

Nuevos Aforismos

 

  • La escritura es un instrumento de redención. Otra forma de escuchar y compartir la voz de la conciencia.

  • La acción misma de escribir es un arma poderosa al servicio de unos pocos privilegiados.

 

  • Un adulto creativo es un niño que ha sobrevivido a la estupidez colectiva.

 

  • En la ciudad se ha implantado la Ley del Mínimo Esfuerzo. Abre un libro y ya habrás hecho más por tu vida que la mayoría de tus contemporáneos.

 

  • Cada obra, cada frase, cada palabra que escribes contribuye a un enriquecimiento personal propio y de cuantos te leen.

 

  • La literatura es un acto maternal del hombre ante la frustración de no poder engendrar vida.

 

  • Si algo nos diferencia del resto de animales es el pensamiento y el lenguaje. Hagamos algo útil con ambas facultades. Hagamos literatura.

Bruno González Rubio

 

 

Tarde de lluvia y nostalgia

 

Avanzó la tarde y desperté soñando solo,

 

como siempre con una mujer,

 

amor y sexo era el baile.

 

 

Pero empezó a llover y el cielo se volvió sonoro,

 

a oscuras otra vez,

 

afuera no esperaba nadie.

 

 

La mujer del sueño se marchó y se lo llevo todo,

 

mi alma y el placer,

 

pero su aroma se quedó en el aire.

 

 

Las gotas bautizaban futuros pozos de oro,

 

tierra mojada este mes,

 

pensaba en la cama con hambre.

 

 

Las virtudes de los hombres son hipocresía y decoro,

 

vigila quien te quiere bien,

 

o se comerán tu carne.

 

 

Yo solo era un niño feliz jugando en el lodo,

 

pero de nuevo comenzó a llover

 

y salí en busca de mi madre.

Bruno González Rubio


 

 

En tierra de nadie

 

Ese grupo no es el mío. Quizá ninguno lo sea. No establecí lazos de interacción entre el público y así es como es destino compensa al que vive al margen. Veo que algunos de ellos empatizaron muy ráṕido y ahora son inseparables amigos, todo un grupo sólido. Pero pasa el tiempo y el hastío les llega, qué triste la victoria silenciosa del que nada espera. Los tímidos rayos de sol penetran a través del vidrio y destapan de verdad más cruda. Nunca me acostumbro a tener que reordenar el caos después de la debacle mental que azota mis neuronas.

Mis tres amigos de verdad se marcharon del país porque aquí su inquietud no gustaba a nadie. Mas yo sigo aquí, buscando una razón para vivir en tierra de nadie. Ya he pagado el precio del no sacrificio, de mi independencia para con el mundo y ahora la flor de la vida es un tallo seco y moribundo. Soy, poeta en mi jardín pero extraño en cualquier otra parte; y es difícil de cumplir esa quimera de vivir del arte.

Y dije extraño si. Extraño porque esos grupos ya existían previamente o se estaba construyendo mientras yo viajaba inerte. Y al final me encuentro sólo, entre tanta gente, pensando en otro verso que me salve de la muerte.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

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